domingo, 17 de abril de 2011

A ese ya lo matasteis ayer

Cuando te sientas frente a ellos y les miras detenidamente, con sus arruguitas, sus cabellos canos, sus manos manchadas por la edad…cuando te fijas en sus ojos, ojos que han visto, han sentido, ojos que tienen historia…es entonces cuando te preguntas que es lo que se esconde tras la mirada de tus abuelos, tus predecesores, a quienes al fin y al cabo les debes la vida.
Esta promete ser, como cualquier otra, una de esas visitas en las que tu abuela te pone un enorme trozo de tarta porque “hija, te estás quedando en los huesos, ¿no me comes?”, y una de esas visitas en las que tu abuelo te da “dinerillo para un café con tus amigos”.
Y sin embargo, al entrar en el saloncito donde he podido pasar parte de mi infancia entre cariños y atenciones, veo a mi abuelo observando un dibujo, una especie de retrato antiguo en una cuartilla de papel, con una simple figura a lápiz que aparece sentada en una silla, con el brazo derecho apoyado sobre la rodilla y la cara escondida tras la mano.
Y yo pregunto. Y mi abuelo me mira con sus ojos cansados, que tanto han visto y vivido y comienza a hablar.
«Esta imagen, es de las pocas cosas que conservo aun de mi padre, tu bisabuelo. Siempre fue un hombre grande, muy alto, alguien imponente; solía sentarse así en esta misma posición durante horas. ¿Meditando quizás?
A menudo nos preguntábamos que era lo que pensaba, pero siempre fue un hombre reservado. Bueno, al menos desde después de la Guerra; ya sabes hija, la Guerra Civil española. Mi madre siempre decía que antes era un hombre alegre y extrovertido, pero supongo que como a muchos otros, aquellos 3 años marcaron su vida.
Yo nací en 1936, el mismo año en que estalló la guerra»
En ese momento, mi abuelo hace una pausa, toma aire, da un sorbo de su vasito de agua que permanece casi perenne en la misma mesita desde que yo puedo recordar.
Le miro, intentando averiguar que esconde en su mente, cuantos años a la espalda le han traído hasta ese sillón donde ahora se sienta cada día, como también lo hacia su padre, y me habla.
«Mi padre perteneció a lo que entonces se llamaba Bando Nacionalista, no sé si ahora lo estudiáis por ese nombre…El caso es que sí, mi padre estuvo en la guerra. Como te he dicho, era un hombre muy llamativo, así que, cuando fue apresado por los rojos, como tantos otros, no tardaron en fijarse en el.
En mi familia, no sé bien porque, hemos tenido cierto parecido a la familia real. Tu siempre me has dicho que me parezco al rey; pues bien, mi padre se parecía a Alfonso XIII. Los republicanos no eran favorables de la monarquía, mi padre tuvo que pagar por ello.
Fue apresado, y torturado. Las humillaciones que sufrió quedarían para siempre marcadas en su sonrisa. Esa sonrisa que apenas se dejó ver, pero las pocas veces que si aparecía, tan solo mostraba una boca destrozada de dientes medio rotos al haber sido sacados con unas tenazas con anterioridad.
Sí hija, no me mires así de sorprendida, a mi padre le sacaron todos los dientes, con unas viejas tenazas algo oxidadas, solo por parecerse al viejo rey.
Sin embargo, fue alguien con suerte, o lo que entonces se podía llamar tener suerte. Entre la cantidad de hombres que fueron fusilados, de un bando o de otro, tu bisabuelo no se encontró.
Es curioso, era tal la fijación con acabar con el bando contrario que a veces llevar el seguimiento de los fallecidos se volvía complicado, hasta el punto, de que mi padre se salvo por pura confusión.
Él, junto con otros compañeros de celda se encontraba esperando lo que iba a  ser su fin. Unos rezaban, otros callaban, otros se tapaban la cara con las manos, como si así, ocultasen las lágrimas o el miedo que brillaba en sus ojos.
Se acerco entonces el oficial de turno, con ese pasaporte hacia la muerte que era la lista de los nombres de los presos. Comenzaron a llamar a hombres, y en el momento en que dijeron “ José Ruiz Rodríguez”, mi padre se dispuso a incorporarse y por alguna razón, su compañero de “metro cuadrado en la celda” le agarro del brazo y evitó que se levantase, a la vez que decía en voz alta “Hombre, a ese ya os lo matásteis ayer”»
Me hipnotizan las palabras de mi abuelo, palabras cagadas de emoción escondida bajo su apariencia de cabeza de familia. Es también un hombre grande, como lo fue su padre, y en estos momentos se muestra vulnerable recordando como sí pudo después de todo conocer al padre que se marcho a los pocos días de nacer él a lo que iba a ser una muerte segura.
Dejo a mi abuelo descansando. Es ya mayor. Sus ojos de historia me han revelado tan solo una minúscula parte de todo lo que realmente conocen.
Y yo que no soy más que una cría en comparación con el, me siento a relatar su historia, que si bien para algunos no será importante, para mi abuelo, y para mi, supone el mapa del camino de lo que hoy son, nuestras vidas.

Julia Zorrilla Ruiz

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