miércoles, 13 de abril de 2011

Retales de una Guerra

Apenas contaba con los 6 años, cuando estallo el conflicto, pero sus ojos son capaces de relatar el dolor vivido, adornado con ciertos momentos de felicidad espontáneos, que de esos también existían, aunque escasos, en los momentos más duros.
Y ahora, 75 años después, con 81 primaveras cargadas a sus espaldas, me mira a la cara, dispuesta a dejar que indague más a fondo en un tema, que sabe, me apasiona. Y me lo relata casi día por día, con todo tipo de detalles. Me empapo de cada una de sus palabras, cargadas de sentimientos, palabras vividas, momentos exactos, fechas tan concretas que me hacen preguntarme como puede recordar momentos vividos a tan temprana edad. Con una mirada cargada de experiencia, me responde:
“Hija, una guerra no se olvida”
Y no soy capaz ni por un instante de cuestionar su palabra. ¿Cómo puede olvidar una persona los bombardeos que mi abuela recuerda con una desolación contenida imposible de disimular? Pero sin lugar a dudas, es a mí a la que se le hace un nudo en la garganta, cuando ella, desde su sillón de siempre me cuenta como en Colomera, su pueblo natal, tenían que huir despavoridos, como en casi toda España, al sonido de la alarma que anunciaba la inminencia de los bombardeos. Me relata entonces, con cierta sorna, que su madre nunca veía la necesidad de huir de su casa en busca de refugio, puesto que según defendía, ella no había hecho nada. Me lo cuenta con simpatía, porque a pesar de la temeridad con la que se enfrentaba su madre a la vida, sobrevivieron.
“Solo un día, una bomba explotó cerca, el único día que nos íbamos hacia las cuevas para protegernos.”
Casualidad o no, el único día que vieron su vida en peligro, fue el que abandonaban su casa. Según mi bisabuela, creyente, el tener en su casa numerosas imágenes religiosas, era su protección.
Una creyente en zona roja, que tuvo que contemplar la quema de la Iglesia de su pueblo, monumento de fe. Una mujer que, se enfrentó a un militar, cuando este, entrando en su casa, pues tenían potestad para ello, le ordenó que descolgase la imagen de la Santa Cena que ahora adorna el salón de la casa de mi abuela.
“Cuando esa imagen haga la mitad de daño que vosotros, la descolgare.”
Palabras de una mujer valiente, amparada en el consuelo que le ofrecía la religión.
Pero, aunque el sufrimiento es el recuerdo más latente, también quedan aunque más escondidas, sonrisas, pues según cuenta, su familia intentaba evadirle como niña que era, de las penurias que se vivían en la época. A pesar de los esfuerzos, admite que la perdida de amigos y familiares, es sin duda, difícil de ocultar. La menor de cinco hermanos, todos varones, tuvo que despedirse de dos de ellos, que fueron llamados al frente con 16 y 18 años.
Entonces empiezo a preguntarle por el hambre, las faltas, las penurias y me responde contundente que las faltas fueron mayores en la posguerra que en la guerra y que ella tuvo suerte relativamente, ya que en los pueblos al existir tierras, y zonas de cultivo, la comida era algo más abundante que en la ciudad.
Necesidad y hambre a raudales, que se extendieron durante un período de tiempo demasiado largo. Un periodo que fue testigo de diversas reacciones por parte de la gente, ante los problemas. Según dice mi abuela, en su pueblo se desarrolló un movimiento caritativo, en especial con las cartillas de razonamiento, los encargados de repartir la comida, siempre echaban una barra más de pan, al enfrentarse a la cara de aquel que era su vecino, y al que podía contemplar desesperado por sacar a su familia adelante cuando al final de semana, no quedaba ni rastro de los alimentos que, por orden del Estado, le correspondían. Estas acciones por parte de los dueños de la fábrica de pan o por los dueños de las tiendas, que con ese sentimiento de ayuda social que solo las grandes catástrofes son capaces de conferir a las personas, se arriesgaban a un arresto, que como dice mi abuela, era muy común.
Y así pasamos la tarde, entre historias y preguntas. Una tarde, que me ha ayudado a sentir más de cerca, las vivencias de la época más oscura de España. Y me despido de mi abuela, a la que dejo inmersa en los recuerdos que de nuevo, ha sacado a la luz, recordando probablemente el grito de “La guerra ha terminado.” O rememorando su llegada a Granada, en busca de nuevas oportunidades.

Macarena Cabello Labrat

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